Tema: Las ciudades y la música
Interviene: Mario Benso
La sexta sesión, presentada por Mario Benso, será el miércoles 28 de marzo de 2012, a las 20,30 horas, en el Café Teatro Zorrilla (Plaza Mayor de Valladolid). Entrada gratuita.
Resumen de Las ciudades y la música, por Mario Benso:
“Cuando comencé a preparar esta intervención una de las primeras ideas que me vino a la cabeza es la de que hablar sobre música y ciudades es, como punto de partida, una suerte de redundancia. Las ciudades, en verdad, son música. Eso lo sabía muy bien, entre otros, George Gershwin cuando compuso la partitura de Un americano en París:
Es cierto: las ciudades son el escenario gigante de multitud de sonidos que crean una partitura descomunal, vibrante y –al menos en las ciudades mediterráneas- a menudo caótica. Puestos a comparar, la música urbana se parecería a las obras de los compositores contemporáneos, y en no pocos casos a los increibles puzzles sonoros que el genio organizador de Carl Stalling, compositor de las bandas sonoras de la Warner Brothers en la era dorada de los dibujos animados, creó en los años 40:
Desprovistos de un criterio organizador básico de este fantástico pandemónium de grúas, martillos eléctricos, coches, bocinas, ruido de sierras mecánicas y un sinfín de melodías emitidas simultáneamente, como una especie de armónico gigante, los caminantes de las ciudades asistimos a un montón de micro bandas sonoras espontáneas que, aguzando bien el oído, pueden resultar fascinantes. Paseando una mañana luminosa por las callejuelas de Nápoles, uno puede escuchar a improvisados y anónimos tenores de casapuerta ofreciendo su repertorio, o a una brigadilla de limpieza en una cafetería trabajando a golpe de CD de ópera puesto a todo volumen, invadiendo calles adyacentes como una suave brisa mediterránea.
Con frecuencia, caminamos entre gente que canturrea o silba, poniendo en práctica una de las formas más básicas de composición musical que se conocen. Cuando no son obligados a marcharse por la policía, músicos ambulantes se despliegan por el centro de las ciudades ofreciendo su arte por unas monendas. La ciudad respira música desde que se levantan sus persianas, en una escena que trae a la mente aquellos vehículos policiales que abandonaban el garaje entre chorros de vapor y humo en la sintonía de Canción Triste de Hill Street.
En contraste con esta especie de inconsciente musical colectivo de las ciudades, éstas se presentan también como escenario de multitud de acontecimientos musicales, producto de la organización racional de las actividades urbanas. En este caso, la música se convierte en un capítulo más de las así denominadas ofertas culturales. Vamos a escuchar música a espacios habilitados para ello, pagamos una entrada y nos sentamos en silencio en una butaca.
Frente a nosotros hay un escenario donde músicos profesionales ejecutan su trabajo con destreza. Al final nos levantamos, salimos a la calle (donde inmediatamente toman nuestros oídos los sonidos de los automóviles, las conversaciones espontáneas, los gritos de los niños…), intercambiamos opiniones y nos dispersamos en múltiples direcciones. Hemos asistido a un concierto, en suma.
Casi todas las grandes ciudades del mundo poseen algun auditorio o espacio similar diseñado para el disfrute de la música en vivo. Sus programaciones, a menudo financiadas por presupuestos públicos, suelen incluir lo más granado de la escena internacional: grandes orquestas sinfónicas, formaciones de cámara, ballets y óperas… Se trata de grandes obras públicas (en algunos casos, faraónicas) que parecen querer convertirse en los grandes templos contemporáneos de las artes, a los que acuden los fieles con una suerte de fervor religioso. Como queriendo confirmar esta imagen, sus gestores y trabajadores visten habitualmente de negro, como sacerdotes seglares que dan vida a un oficio sagrado. En los auditorios y grandes teatros, la música se convierte en un objeto de culto que nos retrotrae a sus orígenes rituales y mágicos.
Capítulo especial dentro de la categoría de espacios públicos dedicados a la música lo forman los clubs y salas privadas de conciertos. Normalmente surgen por la iniciativa de particulares amantes de la música y a menudo sirven de plataforma de iniciación y lanzamiento a artistas noveles. Perseguidos inclementemente por las autoridades públicas (las mismas que, años después, pagan generosos cachés y se hacen fotos con esos mismos artistas cuando éstos se hacen famosos) con la excusa del ruido o las normativas ambientales que ellas no tienen reparo en vulnerar a su antojo cuando es menester, estos pequeños espacios culturales sobreviven y son todo un ejemplo de amor y dedicación por la música en vivo.
En otras ocasiones, la música invade las calles para oficiar de banda sonora a celebraciones colectivas, otro de sus sentidos más ancestrales. Fiestas populares, desfiles de Semana Santa o de Carnaval, conciertos matinales… En algunas ciudades, como Nueva Orleans, no se concibe ningun evento callejero urbano sin la presencia de música en vivo, desde las marching bands que inundan de sonido el mardi gras a los sunday brunches dominicales. El hemisferio sur, con su clima bonancible buena parte del año, se convierte en una especie de gran escenario callejero permanente. Si desde el espacio se pudiera escuchar la música del planeta como pueden apreciarse sus luces, un enorme pandemonio musical inundaría de vida el mundo oscuro y frío que nos rodea.
Del mismo modo que los conciertos en salas recuerdan las celebraciones religiosas en los templos, la música callejera, y especialmente los desfiles, se asemejan a rituales colectivos oficiados por chamanes contemporáneos, en los que el público participa de manera mucho más activa que en las salas de conciertos. Se canta y se baila, se comparte. En las callejuelas estrechas del Barrio de La Viña, en Cádiz, las agrupaciones de carnaval se dejan la piel inundando todo de música y letras saturadas de ironía hasta altas horas de la madrugada. Desde los interiores de las casas puede escucharse en cualquier momento el sonido característico de los pitos, el rasgueo de las guitarras o el pulso percusivo de los bombos. Poco a poco, ese sonido va diluyéndose en la distancia, como una especie de fade out improvisado.
Durante los meses de verano, muchas ciudades se convierten en escenario múltiple de eventos musicales. Los macroconciertos de rock se han convertido en verdaderos iconos de la cultura joven actual. Estadios de fútbol, parques públicos, plazas… son invadidos por enjambres de personas que acuden en masa a escuchar a sus ídolos, en un ceremonial muy propio del star system. Enormes equipos de sonido ambiental ayudan no sólo a que la música se escuche en grandes espacios, sino que buscan a menudo abrumar al oyente para obtener su rendición incondicional a la adoración del solista o grupo de turno. Para los amantes de la música clásica, citas como las de Bayreuth, Salzburgo, los Proms, Lucerna, Aix-en-Provence, Edimburgo, el Beethovenfest o Pésaro son poco menos que imprescindibles. En todos estos casos, la música se convierte además en un aporte fundamental a la dinámica económica de las ciudades, contribuyendo decisivamente a su riqueza. En España, muchos aficionados al jazz afrontan cada año una especie de peregrinación hacia los principales festivales de verano, como los de San Sebastián o Vitoria. Durante unos días, las ciudades respiran al ritmo de la música y de las marching bands que recorren las calles llamando a los fieles a reunirse…
La relación entre la música y las ciudades es amorosa, y es recíproca. Los grandes centros urbanos son una excelente fuente de inspiración para escribir canciones. Son incontables las que retratan su vida y sus costumbres, las ambientadas en ellas y también las que, directamente, están dedicadas a una en particular. París y Nueva York son en este sentido dos de las más homenajeadas: sirva como ejemplo ese verdadero himno urbano que es New York New York en la voz de Frank Sinatra. London Calling, de The Clash, retrata la efervescencia virulenta y creativa de la Inglaterra de finales de los 70. Arrivederci Roma, en las voces de Mario Lanza, Nat King Cole o Dean Martin, está envuelta de un hilo de nostalgia enamorada que ilustra bien el romance entre las ciudades y la música. Algo así como el quejío lastimero y elegante de Gardel en Mi Buenos Aires querido o las pinceladas amargas de Joaquín sabina en Pongamos que hablo de Madrid. Barcelona vibró con sus juegos y con las gargantes de ese dúo imposible que formaron Montserrat Caballé y Freddie Mercury, pero en las calles del Chino se ha escuchado siempre más la rumba catalana o los sonidos mestizos actuales. A Sevilla se le ha cantado mucho, pero la imagen musical más poderosa de la ciudad es sin duda la de los espontáneos que ofrecen sus desgarradas saetas al paso de las cofradías de Semana Santa, retratadas incluso por Miles Davis y Gil Evans en su disco Sketches of Spain. A menudo, los protagonistas de muchas de estas canciones son barrios enteros (como las alegrías al Barrio de Santa María, en Cádiz, un lugar donde casi cada calle tiene una placa dedicada a un cantaor o músico flamenco) o monumentos emblemáticos, como esa Puerta de Alcalá a la que cantaban Victor Manuel y Ana Belén. Hay cientos de ejemplos que subrayan este romance ancestral e indisoluble entre las ciudades y la música, su música.
Epílogo con música: HARLEM NOCTURNE Incluso de madrugada, cuando nos dirigimos a paso quedo a casa tras compartir un rato con amigos y conocidos en los bares, el sonido de nuestros pasos en las calles vacías, o los que llegan amortiguados por la distancia, se convierten en un inesperado marco musical al que a menudo se le podría incorporar una melodía hecha de silencios, respiración y ecos. Los sonidos de la ciudad dormida, esperando para despertarse un día más y volver a su sinfonía inacabada, luminosa y vibrante.”